Desde pequeña he temido una invasión extraterrestre. Cuando se hacía de noche, evitaba mirar al exterior a través de las ventanas, para no ver lo que más temía. Bajo ninguna circunstancia quería ser la primera terrícola en ver aterrizar a esos seres provenientes de otros mundos, y que la responsabilidad de avisar a todo el planeta recayera sobre mí. A veces, cuando con una mezcla de miedo y curiosidad pegaba la cara al cristal creía ver una luz cuyo destello era más intenso que el de las demás estrellas, e incluso unos enormes platillos volantes que surcaban el cielo. Desde entonces en muchas situaciones tengo dificultad para diferenciar lo que es real y lo que no, mezclo lo que estoy imaginando en mi cabeza con lo que está ocurriendo en la realidad y pasado el tiempo me cuesta separarlo en mis recuerdos. Muchas noches, me acostaba con el temor de que se materializaran en mi cuarto unos invasores venidos del espacio dispuestos a llevarme lejos de mi hogar. Otras veces, me despertaba sobresaltada creyendo ver por las rendijas de la persiana, una luz verde fluorescente, claro signo de la devastación que en ese preciso instante estaba teniendo lugar más allá de las paredes de mi casa. Al final creo que nunca llegó a pasar nada, aunque ciertas lagunas mentales me hacen sospechar que tal vez no debería estar muy segura sobre este punto. Solo sé que ahora, aunque hace muchos años de todo aquello, procuro encender las luces de la casa al anochecer, para que la luz de dentro no me deje atisbar ni el más mínimo movimiento de lo que sucede más allá, de lo que está ocurriendo ahí fuera.
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