miércoles, 17 de junio de 2009

entrevistas


Te sientan en una habitación vacía, en una mesa inmensa con una silla y un bolígrafo. Una hoja con un test interminable. Treinta minutos. Preguntas que se repiten una y otra vez con diferentes versiones. Preguntas trampa para comprobar tu nivel de tendencia a la mentira. Preguntas con truco. Preguntas estúpidas en las que ninguna respuesta es válida. Preguntas en las que todas las respuestas son correctas. Preguntas en las que te gustaría escribir una opción C que no existe. O una nota al pie para preguntarles si creen que tienes problemas mentales para elegir entre una de las respuestas propuestas. ¿Es que acaso quieren que comiences a pintar series de tres seises y cruces invertidas en los márgenes del folio? ¿O que firmes con tu propia sangre sobre el papel en blanco? ¿O que te levantes de la mesa y hagas trizas su maldita hoja llena de estupideces? Pero no haces nada de eso. Simplemente te imaginas en tu cabeza pequeñas venganzas contra ellos. Mientras, rellenas con tinta azul las casillas de cada una de las preguntas. Cuando terminas, sales de la habitación, entregas tu hoja amablemente al entrevistador y te despides con una sonrisa.
Otra entrevista más.

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