En las afueras, la noche tiene luces azuladas, que desembocan en la más profunda oscuridad. Todo se vuelve negrura en un instante, solo rota por los faros de algún coche despistado. Sin embargo, en la ciudad las noches son naranjas. A la luz de las farolas, todo se tiñe de manera irreal. Lo que antes era blanco, se colorea, cambian los reflejos y las tonalidades. Todo desaparece bajo un brillo anaranjado, fantasmagórico, que envuelve la ciudad por completo. Cierras los ojos y sigues viendo ese destello cálido. Miras hacia el cielo y el resplandor no te deja ver más allá. La ciudad se convierte en una burbuja, en una prisión de vidrio amarillento, en una esfera que te aisla del exterior. En ese momento, quieres gritar, huir de allí, escapar de una realidad distorsionada. Pero no puedes. Estás atrapado entre las luces, y por mucho que corras, no podrás dejarlas atrás.
Una prisión sin barrotes, en la que sabes que cualquier camino que sigas lleva al mismo sitio.
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