martes, 22 de junio de 2010

montacargas


Subo detrás de tí. El ascensor se balancea ligeramente. Entro mientras veo por la rendija el suelo a metros de distancia. Es un ascensor antiguo, con las puertas de chapa y un gran espejo en la cabina. No me ofrece ninguna seguridad. Alguien aprieta el botón y comenzamos a subir. Te veo al otro lado, reflejado en el espejo. Cierro los ojos un instante para evitar el vértigo. Me imagino que no hay nadie más en el ascensor. Que se para entre dos pisos, o mejor aún, que pulsas el botón de bloqueo. Que sueltas la taza de café que tienes entre las manos, y que vienes hacia mí. Ya nada más importa en ese momento, se detiene el tiempo. Me besas, recorres despacio mi cuello con tus labios, me desnudas con prisa, pones en peligro el equilibrio del montacargas, en una escena más digna de una película porno que de mi mente a estas horas de la mañana. Pero abro de nuevo los ojos y todo sigue igual. Nadie se ha movido. Estamos demasiado dormidos. Se para de forma brusca. Hemos llegado a nuestro piso. No se ha derramado ni una gota de té. Nos espera otro día más de tedio al salir del ascensor, la frontera hacia el aburrimiento.

1 comentario:

  1. Odio cuando la diferencia entre lo que hay fuera de la cabeza y lo que hay dentro es tan distinto. Es cómo querer que tu cabeza sea un submarino y te lleve por los fondos oceánicos en completa seguridad. Pero en realidad tu cabeza termina siendo una pecera y desde los ojos ves a la gente danzando y mirándote desde fuera.

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