miércoles, 3 de noviembre de 2010

proyecciones


Una calurosa tarde de finales de agosto nos colamos en el cine. Me encantaba la sensación de recorrer sus pasillos vacíos, tenebrosos, mientras dentro de las salas se oía el eco ahogado de las películas. Pasamos por el puesto de chucherías, vacío, y nos echamos unas cuantas gominolas a los bolsillos. Entre las tinieblas encontramos la puerta de la sala de proyección. Giramos lentamente la manilla y nos metemos dentro sin hacer ruido. La máquina del proyector es enorme, gira constantemente, con un sonido monótono al hacer que el celuloide se deslice entre las grandes ruedas, como un engranaje perfecto. Los haces de luz iluminan a pequeños intervalos la estancia, simulando luces estroboscópicas. Me pongo de puntillas, y a través de la pequeña ventana observo la multitud de cabezas en la oscuridad, con la pantalla iluminada al fondo. Es fascinante. Es una fábrica de ilusiones. Mientras, los espectadores son ajenos a este proceso, sentados abajo en la sala, inmersos en la historia y en la cómoda placided de sus butacas.

1 comentario:

  1. Me gusta cómo las entrañas de algo pueden llegar a ser tan mágicas como el exterior, es ver más allá de un edificio y de una película.

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