jueves, 2 de septiembre de 2010

la estación fantasma


Cuando era niña me entusiasmaba montar en metro. No era un transporte que utilizara frecuentemente, y por ello cada trayecto se convertía en una pequeña aventura. Me parecía fascinante que el tren se deslizara por el subsuelo de la ciudad, por debajo de las calles que tantas veces había recorrido. De la mano de mi padre, pegaba la cara al cristal, para escrutar los oscuros túneles durante el viaje. Forzaba la vista, para intentar entrever algo más que mi propio reflejo sobre la superficie del cristal. Cual fue mi sorpresa, cuando en uno de los viajes, en vez de una interminable pared cubierta de tuberías, apareció ante mis ojos una estación fantasma. Abandonada y cubierta de polvo, se desvelaba entre luces tenebrosas. Fueron solo unos pocos segundos de silencio, en seguida volvió de nuevo la pared, y la siguiente estación, con el bullicio de los viajeros saliendo y entrando, y el ruido mecánico de las puertas al abrirse y volverse a cerrar. Observé incrédula a los demás pasajeros, pero ninguno parecía haberse dado cuenta de aquello. Empecé a pensar que todo había sido una alucinación. Esperaba ansiosa el viaje de vuelta a casa, para comprobar si podría verlo de nuevo. Pegué mi cara al cristal antes de llegar a la estación de Bilbao, tapando cualquier resquicio de luz con mis manos, y allí estaba de nuevo. No había sido fruto de mi imaginación. La estación fantasma estaba allí.
Han pasado los años, y por mucho tiempo que pase, no puedo evitar escudriñar por la ventanilla cada vez que paso por la estación de Chamberí. Después descubrí que era una estación que llevaba cerrada más de cuarenta años, que estuvo en uso desde la inauguración de la línea 1 del metropolitano de Madrid en 1919 hasta que decidieron cerrarla en la primavera de 1966 debido a su cercanía con otras dos estaciones y la imposibilidad de ampliar sus andenes, y que recientemente se ha convertido en museo.
Sin embargo, pese a conocer esta explicación tan prosaica, que por otro lado, busqué en su momento con interesada curiosidad, prefiero imaginar que es una estación fantasma, pegar mi cara al cristal los escasos segundos que aparece entre las dos paradas, e imaginar a los posibles viajeros que han pasado por allí. A veces los imagino en los primeros años, vestidos de charlestón, viajeros modernos que utilizan este medio de transporte para ir a fiestas y recepciones en los sitios más distinguidos de la ciudad; otras veces me imagino el horror de la guerra, cuando el metro se convirtió en un refugio contra las bombas que asolaban el exterior, con ciudadanos aterrorizados que buscan un poco de seguridad; o pasajeros del comienzo de los años 6o, con un país que comienza a despertar y chicas con minifaldas de estampados psicodélicos...
A menudo imagino que alguno de ellos sigue allí, en la estación fantasma, atrapado en el tiempo, observando cómo cambian los viajeros que pasan en cada tren, con sus caras pegadas al cristal.

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