lunes, 20 de abril de 2009

cuentos


Escribía a ratos, sobre todo en las noches calurosas. Se sentaba en su escritorio, abriendo la ventana para que entrara la brisa del mar, y poder así soportar los veranos asfixiantes de aquella ciudad. Encendía su lamparita de mesa y comenzaba a teclear en su vieja Olivetti verde oscuro. Aquella máquina y la pasión por las historias era lo único que había heredado de su madre. Era lo único que le ligaba al pasado. Comenzaba a teclear, con el sonido constante, el monótono repiqueteo del metal sobre el papel, y multitud de personajes pugnaban por salir de su cabeza y llenar de tinta el folio en blanco. A partir de ese momento, ellos se hacían responsables de los cuentos, le hacían escribir como un autómata, dirigiendo sus propios destinos. Al terminar, casi siempre al alba, guardaba los folios en el fondo de un oscuro cajón. Junto a tantos otros. Junto a tantas historias olvidadas, que alguna noche escribió en su vieja máquina, y que tal vez, algún día, alguien leerá, haciéndolas de nuevo, cobrar vida.

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