Allí estábamos, en una antigua estación de tren de principios de siglo. Rodeados de viajeros apresurados cargados de maletas, de gente caminando a toda velocidad, intentando robar unos minutos al tiempo que se escurre entre sus dedos. Y nosotros dos estamos congelados en ese instante, inmersos en esa espiral frenética, quietos en medio de un torbellino. Las agujas del reloj no se mueven, las fracciones de segundo se han convertido en una eternidad. Es el beso más largo de la historia. Pero después, te has subido a ese tren, esa hermosa máquina de vapor, ese monstruo de metal que te aleja de mí para siempre. Y me has dejado allí, de pie en el andén, perdida entre la multitud, sabiendo que nunca te iba a volver a ver. Que el tiempo volvería a correr y me catapultaría al aquí y al ahora. Que sería la última despedida desde el tren.
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