martes, 13 de enero de 2009

tinieblas


Allí estaban los dos, encerrados en aquella habitación. Con las persianas bajadas, tan solo la luz de la luna se colaba por las rendijas, haciendo que pudieran distinguir vagamente alguna forma. Él cogió un pañuelo y le tapó los ojos. Es como cuando de pequeños jugaban a las tinieblas, pensó ella. A lo lejos, se oía música de un piano. Seguramente sería su vecino, que últimamente solía tocar canciones tristes de madrugada, cuando no podía dormir en las frías noches de invierno.

Privada totalmente del sentido de la vista, empezó a notar cómo el resto de sus sentidos se agudizaban. Oía la música mucho más cerca que otras noches, podía escuchar su respiración allí a su lado. Escuchaba incluso los latidos de su corazón, que tan frecuentemente le pasaban desapercibidos. Sabía dónde estaba él porque podía oler claramente su colonia, esa que ella le regaló hace tiempo y que tanto le gustaba. Siempre que reconocía ese olor se volvía por la calle, para ver si era él, para ver la cara de quien olía como él, de quien podría ser él, pero frecuentemente era otro, podría ser cualquier otro.

Cerró los ojos, para intensificar más todo lo que estaba sintiendo, en un gesto puramente simbólico, ya que era imposible que viera nada, todo estaba en la más profunda oscuridad. Entonces sintió como él se acercaba. Sentía el calor de su cuerpo, cada vez más cerca, y su respiración, cada vez más agitada.

En ese momento solo podía concentrarse en el tacto. Sentía sus manos, rozando su piel, sus dedos, acariciando su espalda, cerrando círculos alrededor de su ombligo, enredándose entre su pelo. Mientras, ella permanecía totalmente quieta, expectante, descubriendo un mundo de pequeñas sensaciones. Podía sentir sus dedos dibujando el contorno de su boca, humedeciéndose con su saliva, sus labios acercándose poco a poco a los de ella hasta casi besarlos, pero alejándose de nuevo, tras solo rozarlos levemente. Y sus besos por el cuello, la nuca, por cada rincón de su cuerpo, muy lentamente, con delicadeza, hasta hacerla estremecer.

Él hubiera dado lo que fuera por ver su sonrisa en ese momento y hablarle al oído, pero en eso consistía el juego, en solo poder imaginarla. En no decir ninguna palabra.

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